Hace 15 años, cuando mi mamá tuvo su primer diagnóstico, sentí que la vida se venía abajo. Yo tenía 23 años, recién cumplidos. A mi mamá le dieron los resultados de la biopsia el día de mi cumpleaños, yo no me enteré hasta unos días después. La noticia fue un balde de agua helada. Solo pensaba que no quería que mi mamá se muriera. Que a los 23 años no estaba lista para vivir sin mi mamá.
Vinieron meses de una mezcla entre miedo y enojo, y por supuesto mucha soledad. Al ser hija única, me he dado a la tarea de hacer hermanas y hermanos de alma, quienes ahora me acompañan, pero en ese entonces no contaba con la hermosa y nutrida familia con la que cuento ahora, ni con la madurez para poderles contar lo que en ese momento sentía y pensaba.
Y es que quién se atrevería a decir que «está enojada con su mamá por estar enferma», y menos aún «enojada por tener cáncer», enojada «porque me iba a dejar a los 23 años sin mamá». Claro que no lo decía, pero lo sentía. Bueno, no lo decía con palabras, pero creo que sí con acciones, no me gustaba estar en casa, me iba temprano y regresaba tarde, estaba seria y malhumorada, no tenía ni idea de cómo estar, no sabía que hacer con el enojo.
A ese enojo del diagnóstico, lo acompañaba el miedo. Miedo a que se muriera, en la cirugía pero también por el cáncer, miedo que los tratamientos no sirvieran, que el cáncer no se fuera, pero que la vida de ella sí.
Después de la cirugía pensé que el enojo cedería, pero no fue así. Había que hacer las curaciones de la mastectomía, limpiar, cambiar gasas, vendar. Y entonces hacer frente al cuerpo mutilado de mi madre, ese cuerpo en donde faltaba un seno, y entonces vino el enojo por tener que verla así. Enojada además por no poder decir que no quería curarla.
Y así estuve algunos meses, callando porque no quería que mi mamá se preocupara, no quería que supiera que estaba pasándola mal; y fue así como al miedo y al enojo se sumó la culpa. Culpa por sentirme enojada, por estar distante en lugar de estar cerquita de ella (si le preguntamos a ella, dirá que siempre estuve cerca y amorosa, yo no me sentía así).
Culpable por sentir y pensar todas esas cosas que NO debería estar sintiendo y pensando. Tenía un torbellino dentro de mí y nada que lo calmara.
Como era de esperarse y como dice el dicho popular: «después de la tormenta viene la calma». Poco a poco el enojo y la culpa fueron desapareciendo. Irla viendo responder a los tratamientos fue trayendo paz y esperanza. Solo quedó el miedo. Y ese fue un constante compañero. No estaba presente todos los días. Durante 13 años solo aparecía junto con los chequeos anuales. Aprendí a sentirme con miedo, y aprendí también que sería un compañero siempre presente.
Hace 13 años el miedo ya no se fue como lo hacía después de las consultas. Con el diagnóstico de cáncer de mama metastásico el miedo se aferró nuevamente. Han sido ya un poco más de dos años, de tratamientos, de estudios. Y el camino sigue. No se qué vendrá ni cómo vendrá. La incertidumbre le toma la mano al miedo y se hacen compañía. El miedo está aquí, sentado muy cerquita de mí. Imaginando cómo será la vida sin ella. Lo acompaña la tristeza, que se encarga de llenarme los ojos de lágrimas.
El enojo también entró nuevamente a mi vida. Pero ahora tiene una nueva cara. Ahora el enojo es con las farmacéuticas: por desarrollar los medicamentos que podrían controlar el cáncer pero darlos a precios exorbitantes; enojada porque la salud se convierta en un tema de lujo; porque alguien ha decidido acortar las esperanzas por hacer dinero. El enojo ahora se alimenta de injusticia.
Pero también se han sumado otras emociones más que no estuvieron tan presentes hace 15 años. El agradecimiento. Agradecida con la gente, por su cariño y cercanía, por estar. Porque ahora no me siento sola. Agradecida también con el personal médico que nos han atendido con tanto cuidado (en todos los sentidos).
Así que el cáncer de mama(á) me encuentra en un lugar emocional distinto. Algunas de las emociones son viejas conocidas, pero nuestra relación ha cambiado. Las experiencias de vida contribuyen a que así sea. Un cambio fundamental es que ahora he decidido no callarlas, dejarles espacio para ser, para hablar y acompañarnos.
Es como si le pudieras palabras a lo que siento, en contextos muy distintos pero siento ese miedo, acechante, omnipresente, la culpa, la rabia… y ahora, ni siquiera tengo la certidumbre de que la veré a ella o a mi papá nuevamente en el aeropuerto una vez al año… y entonces, el terror. Agradezco la oportunidad de leer en tus palabras que no estoy sola y que todo esto es parte de estar vivas. Te abrazo.
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